Pensamos que la vida era el juego y el mundo, la pelota
Samuel Armijo // @desdelabarrera
Las crisis nos enfrentan con la realidad para replantearnos todas las hojas de papel escritas hasta ahora. El destino te lleva a agarrarte a la baranda equivocada y acabar el libro o, por contra, seguir escribiendo aunque eligiendo otro color de tinta. Ahora sabemos que la única bufanda que teníamos era en los ojos para no mirar de frente a la muerte.
El fútbol mueve la pelota pero también al mundo. Cuando un jugador acierta un pase o anota gol el hincha ve en él el éxito personal propio. Si no hay juego no hay donde derramar nuestras aspiraciones vitales. El fútbol tolera y admite un globo infinito donde caben las frustraciones y afrentas de media humanidad.
La capacidad de absorción del juego hipnotiza no sólo a quien no tiene la pelota sino también al espectador. Buscamos cada vez pantallas con más pulgadas para acabar siempre en el mismo punto. El balón acapara flashes en la permanente búsqueda del entrenador por la ocupación de espacios, ese obsesivo orden de fichas cuyas carencias y desatenciones rompen el trabajo de la semana.
El balón sostiene las fobias de una trinchera hacia otra incluso sin reconocer a nadie del bando de enfrente y nos convierte en entrenadores, futbolistas, presidentes o periodistas en un micro mundo real como el que intentamos crear ahora aislados en nuestra comunidad de vecinos.
El fútbol nos hace participes de una idea jerarquizada en la que adquirimos un papel muy definido volcando las irrealidades propias de un escuadrón de batalla. En estos días nos damos cuenta que necesitamos esa recreación porque no tenemos fosa donde arrojar el espejo en el que nos miramos.
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